En una época marcada por la fragmentación social, el individualismo creciente y una profunda crisis de representación política, Jorge Bergoglio como el Papa Francisco, surge como un faro ético y político independientemente de su representación religiosa. Si bien su investidura está enraizada en el liderazgo espiritual de la Iglesia Católica, su presencia y sus palabras trascendieron con fuerza los límites del Vaticano. Francisco se convirtió en un actor político de alcance global, no por pretensión de poder, sino por la coherencia entre su mensaje y sus gestos, por su capacidad de hablar con claridad en un mundo cada vez más confuso.
Desde su llegada al pontificado en 2013, el Papa Francisco marcó un cambio de época. En honor a San Francisco de Asís, además de su nombre, eligió vivir en la modesta residencia de Santa Marta en lugar del lujoso palacio apostólico, renunciando a la ostentación de sus antecesores y viajó en autos sencillos. Esa humildad no fue solamente una decisión estética: fue una declaración política. En un mundo en el que las élites parecen cada vez más desconectadas de la realidad cotidiana, el Papa se posicionó como un líder cercano, que abraza a los pobres, que escucha a los jóvenes, que camina con los migrantes. Y lo hizo sin abandonar los debates que muchos líderes eluden.
Uno de los gestos más contundentes fue su intervención en la lucha contra el cambio climático. En 2015, con la encíclica “Laudato Si” , llamó a cuidar “la casa común” y a repensar un modelo económico que produce exclusión y destruye el planeta. No habló como un teólogo, sino como un jefe de Estado consciente de los riesgos existenciales que enfrenta la humanidad. Su mirada ecológica era también social: advirtió que los más afectados por la crisis climática son los más pobres, y que la política no puede seguir funcionando como si el planeta fuera infinito.
En ese mismo tono, se pronunció de forma inédita sobre temas que históricamente habían sido tabú en la Iglesia. En 2020, declaró su apoyo a las uniones civiles entre personas del mismo sexo, reconociendo su derecho a formar una familia. Y en 2023, fue aún más lejos al afirmar que “la homosexualidad no es un delito”, reclamando el fin de las leyes que criminalizan la diversidad sexual en numerosos países. Estos posicionamientos no solo removieron estructuras internas, sino que también ofrecieron una palabra de dignidad para millones de personas que habían sido históricamente excluidas.
También abrió espacios de poder a las mujeres dentro de la propia estructura vaticana. La inclusión femenina en cargos de gobierno fue una de sus señales más firmes hacia la igualdad. Entre sus últimas acciones, nombró a sor Raffaella Petrini como presidenta de la Gobernación del Vaticano, un cargo de enorme responsabilidad administrativa, hasta entonces reservado exclusivamente a varones. Esta decisión no fue aislada: ya había designado a otras mujeres en posiciones de liderazgo. Francisco no sólo habló de equidad; la ejerció dentro de los muros milenarios del Vaticano.
Su mirada política también lo llevó a intervenir con claridad en conflictos globales. Durante la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos, criticó abiertamente la propuesta de construir un muro entre ese país y México. En 2016, afirmó que “una persona que sólo piensa en construir muros y no puentes, no es cristiano”. La frase se hizo eco en todo el mundo, y dejó en evidencia su compromiso con los valores de apertura, hospitalidad y encuentro. Años más tarde, calificó de “vergüenza” los aviones de deportación masiva de migrantes, sosteniendo que hacer pagar la crisis a “los pobres desdichados que no tienen nada” era una injusticia inaceptable.
En una argentina dividida por los ismos, y los anti, tomó la única posición coherente que la historia le permitía, no intervino. A todos los recibió con una sonrisa y con una bendición, incluso a aquellos que lo denostaron de la manera mas cruel.
En todos estos gestos, Francisco no actuó como un político tradicional, sino como un líder ético que desafiaba los moldes del poder. Su voz se alzó en defensa de los vulnerables, pero también en defensa de un modelo de humanidad que se resiste a ser arrasado por el cinismo, la exclusión y la indiferencia. No fue un revolucionario de barricada, pero tampoco fue un pontífice indiferente. Fue, un pastor con olor a pueblo y mirada global, capaz de hablar al corazón del mundo con palabras sencillas y decisiones concretas.
En definitiva, el Papa Francisco construyó su legado como un actor político imprescindible en una era necesitada de referentes. Su liderazgo no se basó en el dominio, sino en la coherencia; no en la imposición, sino en el testimonio. En un tiempo donde la política muchas veces pierde sentido, su figura ofreció dirección, esperanza y horizonte.
Escribe: Maxi Berestein, Presidente de la Fundación Ciudad Abierta.